Esta es una historia corta que escribí durante una serie de talleres de literatura y derechos humanos, dictados por el periodists Nelson Freddy Padilla, mientras yo era un fellow Media Democracy Fund con Dejusticia en Colombia.
Los ojos de mi hijo
Castaños, grandes, el izquierdo un poco más bajo que el derecho. Los ojos de mi hijo.
A esta hora él debe estar al final de la primera clase en la universidad, mientras yo estoy aquí con otros jóvenes que podrían ser sus compañeros de clase. Dios permita que él nunca necesite estar donde estoy, sentir este calor, esta humedad que hace la ropa gruesa y que hace que este olor horrible se pegue en nuestra piel. Dios lo permita.
Veo los ojos castaños delante de mí y pienso en mi padre. También tenía ojos castaños, grandes, el izquierdo un poco más bajo que el derecho.
Cierro mis ojos y vuelvo a pensar en los ojos de mi hijo y recuerdo cuando nació, hace 18 años. Yo prometí amarlo hasta el final de los días y que siempre estaría presente si necesitaba de mí. ¿Qué padre no haría esto?
Dos años después de que mi hijo nació, yo, Pedro Fierro, vine a los Montes de María con otros muchachos. Tenía miedo, sí, pero estaba resuelto: hemos venido a salvar a la patria y proteger a nuestra familia, duela a quien duela. Recé y pedí a los cielos: “que me dé fuerza, me proteja y, sobre todo, me permita ver otra vez los ojos de mi hijo. Su ojos castaños, grandes, el izquierdo un poco más bajo que el derecho. Dios lo permita.”
Abro los ojos. Aquí, ahora, frente a mí, en lo solo, veo un par de ojos castaños. Protegidos por cejas gruesas, me miran. Una de las cejas está roja, casi no se percibe que es negra. Viro y veo a chicos uniformados aún revolviendo el ojo de la tierra donde vamos a colocar los cuerpos … ¿dije ojo? Odio este olor. Me recuerda cuando estuve aquí por primera vez, hace 16 años.
Dos horas de distancia a Sur había un pequeño pueblo, no más que una docena de casas de campesinos. Nos quedamos allí por algunos meses. Tres días después de que dejamos el lugar, quemaron todas las casas y mataron a casi todos los hombres y mujeres. Dijeron que algunos de nuestros muchachos quemaron el lugar para que nadie pudiera contar sobre lo que conversamos y lo que hicimos, otros dicen que fueron los malditos guerrilleros. Oí decir también que sobrevivió una niña bonita, de cejas gruesas y negras, que todos los chicos deseaban. Dijeron que no la mataron pues estaba embarazada de uno de los nuestros. Que Dios no lo permita.
Mis ojos, aquí y ahora, inspeccionan el trabajo de los muchachos: terminan de rasgar la tierra y empiezan a “plantar” los cuerpos, uno a uno. Me pregunto hasta cuando vamos a ensuciar nuestra tierra con estas semillas malditas. Pronto será el turno del chico con ojos castaños y grandes, la ceja gruesa y negra, ahora roja. ¿Como él vino a parar aquí? Él no es mucho más joven que mi hijo, que a esta hora debe estar al final de las clases en la universidad.
Cuando regresé a mi casa, dividía mi tiempo libre entre leer poesía, amar a Claudia y jugar con el chico. Dos veces por semana, la iglesia. Los domingos, después de la misa, los niños todos jugaban juntos. Nunca me confesé con el padre, pero rezaba pidiendo que el timbre de mi casa nunca sonara y yo viera a aquella niña bonita, de cejas gruesas y negras, que todos nosotros … deseábamos. Yo era joven, yo era tonto y yo era indisciplinado. Gracias a Dios, el timbre nunca sonó. Que nunca suene, que Dios permita.
Finalmente llegó el turno de enterrar al más joven de ellos. Protegidos por cejas gruesas y negras, una de ellas ahora roja, un par de ojos castaños, el izquierdo un poco más bajo que el derecho, me miran. Pienso en mi hijo.
Que Dios no lo permita.